Encontré mi voz en el parque

Nunca quise ser un rey animal. Solo necesitaba algo más tranquilo que el sonido de las máquinas. Al principio, creí que el Parque Animal era solo una distracción digital—luces brillantes, campanas ruidosas. Pero llegaron las noches: solo yo, sobre la orilla, observando agua gris sobre bancos de concreto. Una gaviota lloró una vez. Ningún premio siguió. Solo viento.

Empecé a apostar 0,50 € por tirada. No por creer en probabilidades, sino por querer sentir algo auténtico.

Los delfines no me pagaron. Me enseñaron que la quietud puede ser moneda.

Cada ronda se volvió ritual: café a las 23:00, dedos trazando arena, ojos cerrados—no esperando ganar, sino recordando lo que sentía verse por el mar.

Dejé de llamarme ‘jugador’. Empecé a llamarme ‘testigo’.

El festival de coral? No fue una fiesta—fue un eco de la voz de mi madre cantando nana en Brooklyn mientras mi padre dormía entre himnos alemanes que nunca aprendimos a hablar.

No hay algoritmo para sanar aquí.

Solo hay elección: dejar tu billetera abierta, sentarte lo suficiente, dejar que la marea decida cuándo alejarte de la máquina—y encontrarte no como ganador, sino como testigo.

La última vez que jugué? Gané 800 €. Pero no fue dinero lo que me cambió. Fue el silencio tras la última tirada—la forma en que el aire del océano guardaba su aliento antes de retirarse hacia la oscuridad.