Perdí mi esencia y encontré el ritmo del mar

No vine aquí para ganar. Vine porque el océano me recordaba antes de que yo me recordara. En Brooklyn, la voz de mi madre cantaba jazz bajo ventanas empapadas de lluvia. El silencio de mi padre me enseñó que el ritmo no se mide en puntos, se siente en los suspiros entre las olas. Cuando abrí ‘Animal Paradise’, creí que era solo otra máquina tragamonedas con premios falsos. Pero luego vino la hora tranquila. Una noche, tras el trabajo, me senté solo en un banco cerca del muelle: sin apostar grandes sumas, sin perseguir fortunas. Solo veinte minutos. Un dólar. Un solo clic de la palanca. El delfín no bailó para mí. Bailé por ella. Cada tirón sentía como una nana cantada bajo el agua: rosa polvorienta al atardecer, azul pizarra bajo las líneas de la marea. Ningún algoritmo sabía lo que necesitaba—solo mis manos temblantes lo conocían. El juego no recompensaba habilidad.

Recompensaba la quietud.

Dejé de verme como jugador.

Me convertí en observador.

Testigo de quienes perdieron todo—y aún regresaban,

sonriendo entre lágrimas,

porque ellos también habían aprendido: a veces los finales no son fracasos—son invitaciones.

El festival de coral no fue sobre ventas relámpago o rondas bonus.

Fue sobre recordar tu nombre cuando nadie más recuerda el tuyo.

Último invierno, gané nada más que silencio—and fue suficiente.

Ahora ya no juego para ganar—juego para no olvidar cómo respirar.