Mi primer juego con animales me hizo llorar

Nunca fui destinado a ser el rey del océano. Era solo un niño con un cuaderno de píxeles y un vale de casino usado que mi mamá me dio tras su último turno en el estudio independiente. Entonces creía que ganar significaba cifras grandes—hasta que me senté en un banco vacío junto a la costa, viendo cómo los delfines deslizaban por las olas como notas de jazz. La primera vez que aposté \(0.50? Perdí tres rondas. Pero cuando las gaviotas lloraron sobre mí al atardecer—not por tristeza, sino por asombro—entendí: este juego no era suerte. Era escuchar. Los animales no les importa si eres bueno en probabilidades. Les importa si eres lo suficientemente tranquilo para oír su ritmo. Dejé de perseguir multiplicadores. Empecé a perseguir el silencio entre jugadas: el tipo de quietud donde tu respiración coincide con la marea. Una noche, tras diez minutos de juego y una taza de café, gané \)800—no porque entendía el sistema, sino porque dejé de intentar ganar. El verdadero bote? El momento en que tu corazón se ralentiza lo suficiente para sentirlo.